El Rosario es a la vez meditación y súplica. La plegaria insistente a la Madre de Dios se apoya en la confianza de que su materna intercesión lo puede todo ante el corazón del Hijo. Ella es «omnipotente por gracia», como, con audaz expresión que debe entenderse bien, dijo en su Súplica a la Virgen el Beato Bartolomé Longo. Basada en el Evangelio, ésta es una certeza que se ha ido consolidando por experiencia propia en el pueblo cristiano. El eminente poeta Dante la interpreta estupendamente, siguiendo a san Bernardo, cuando canta: «Mujer, eres tan grande y tanto vales, que quien desea una gracia y no recurre a ti, quiere que su deseo vuele sin alas». En el Rosario, mientras suplicamos a María, templo del Espíritu Santo (cf. Lc 1,35), Ella intercede por nosotros ante el Padre que la ha llenado de gracia y ante el Hijo nacido de su seno, rogando con nosotros y por nosotros. (Juan Pablo II, Rosarium Virginis Mariae, 16) |