INTRODUCCIÓN

Querido lector y hermano mío en María: la devoción que me ha movido a escribir este libro y ahora te mueve a ti a leerlo, nos hacen hijos afortunados de esta buena Madre; si acaso oyes que me he fatigado en vano componiéndolo habiendo ya tantos y tan celebrados que tratan del mismo asunto, responde, te lo ruego, con las palabras que dejó escritas el abad Francón en la biblioteca de los Padres: que alabar a María es una fuente tan abundante que cuanto más se saca de ella tanto más se llena, y cuanto más se llena tanto más se difunde. Viene a decir que esta Virgen bienaventurada es tan grande y sublime, que por más alabanzas que se le hagan, muchas más le quedan por recibir. De tal manera que, al decir de san Agustín, no bastan para alabarla como se merece las lenguas de todos los hombres, aunque todos sus miembros se convirtieran en lenguas.

He leído innumerables libros, grandes y pequeños, que tratan de las glorias de María; pero considerando que éstos eran o raros o voluminosos, y no según mi propósito, he procurado recoger brevemente en este libro, de entre los autores que han llegado a mis manos, las sentencias más selectas y sustanciosas de los santos padres y teólogos. De este modo los devotos, cómodamente y sin grandes gastos, podrán inflamarse en el amor a María con su lectura. En especial he procurado ofrecer materiales a los sacerdotes para promover con sus predicaciones la devoción hacia nuestra Madre.

Acostumbran los amantes hablar con frecuencia de las personas que aman y alabarlas para cautivar para el objeto de su amor la estima y las alabanzas de los demás. Muy escaso debe ser el amor de quienes se vanaglorían de amar a María, pero después no piensan demasiado en hablar de ella y hacerla amar de los demás. No actúan así los verdaderos amantes de nuestra Señora. Ellos quieren alabarla sobre todo y verla muy amada por todos. Por eso, siempre que pueden, en público y en privado, tratan de encender en el corazón de todos aquellas benditas llamas de amor a su amada Reina, en las que se sienten inflamados.

Para que cada uno se persuada de cuánto importa para su bien y el de los pueblos promover la devoción a María, ayudará escuchar lo que dicen los doctores. Dice san Buenaventura que quienes se afanan en propagar las glorias de María tienen asegurado el paraíso. Y lo confirma Ricardo de San Lorenzo al decir que honrar a esta Reina de los Angeles es conquistar la vida eterna. Porque nuestra Señora, la más agradecida, añade el mismo, se empeñará en honrar en la otra vida al que en esta vida no dejó de honrarla. ¿Quién no conoce la promesa de María en favor de los que se dedican a hacerla conocer y amar? La santa Iglesia le hace decir en la fiesta de la lnmaculada Concepción: "Los que me esclarecen, tendrán la vida eterna" (Ecclo 24,31). "Regocíjate, alma mía -decía san Buenaventura, que tanto se esforzó en pregonar las alabanzas de María-; salta de gozo y alégrate con ella, porque son muchos los bienes preparados para los que la ensalzan". Y puesto que las sagradas Escrituras, añadía, alaban a María, procuremos siempre celebrar a esta divina Madre con el corazón y con la lengua para que al fin nos lleve al reino de los bienaventurados.

Se lee en las revelaciones de santa Brígida que, acostumbrando el obispo B. Emigdio a comenzar sus predicaciones con alabanzas a María, se le apareció la Virgen a la santa y le dijo: Hazle saber a ese prelado que comienza sus predicaciones alabándome, que yo quiero ser para él una madre, tendrá una santa muerte y yo presentaré su alma al Señor. Y, en efecto, aquel santo murió rezando y con una paz celestial. A otro religioso dominico, que terminaba sus predicaciones hablando de María, se le apareció en la hora de la muerte, lo defendió del demonio, lo reconfortó y llevó consigo su alma al paraíso. El piadoso Tomás de Kempis presentaba a María recomendando a su Hijo a quienes pregonan sus alabanzas, y diciendo así: "Hijo, apiádate del alma de quien te amó a ti y a mí me alabó".

Por lo que mira al provecho de los fieles, dice san Anselmo que habiendo sido el sacrosanto seno de María el camino del Señor para salvar a los pecadores, no puede ser que al oír las predicaciones sobre María no se conviertan y se salven los pecadores. Y si es verdadera la sentencia, como yo por verdadera la tengo y lo probaré en el capítulo 5, que todas las gracias se dispensan sólo por manos de María y que todos los que se salvan sólo se salvan por mediación de esta divina Madre, se ha de concluir necesariamente que de predicar a María y confiar en su intercesión depende la salvación de todos. Así santificó a Italia san Bernardino de Siena; así convirtió provincias santo Domingo; así san Luis Beltrán en todas sus predicaciones no dejaba de exhortar a la devoción a María; y así tantos y tantos.

El P. Séñeri el joven, célebre misionero, en todas sus misiones predicaba sobre la devoción a María, y a ésta la llamaba su predicación predilecta. Y nosotros (los redentoristas) en nuestras misiones, en que tenemos por regla inviolable el no dejar nunca el sermón de la Señora, podemos atestiguar con toda verdad que ninguna predicación produce tanto provecho y compunción en los pueblos como ésta de la misericordia de María. Digo "de la misericordia de María" porque, como dice san Bernardo: "Alabamos su humildad, admiramos su virginidad, pero a los indigentes les sabe más dulce su misericordia: a la misericordia nos abrazamos con amor, la recordamos con frecuencia y más a menudo la invocamos".

Por eso dejo para otros describir los grandes privilegios de María, que yo, sobre todo, voy a hablar de su gran compasión y de su poderosa intercesión. Para eso he recogido durante años y con mucho trabajo cuanto he podido de lo que los santos padres y otros célebres escritores han dicho de la misericordia y del poder de María. Y ya que en la excelente oración de la Salve Regina, aprobada por la santa Iglesia y que manda rezar a los clérigos la mayor parte del año, se encuentran descritas maravillosamente la misericordia y el poder de la Virgen santísima, me he propuesto exponer en varios capítulos esta devotísima oración. He creído además hacer algo muy agradable a los devotos de María, añadiéndole lecturas o discursos sobre las fiestas principales y sobre las virtudes de esta divina Madre. Y añadiendo al final las prácticas de devoción más frecuentes usadas por sus devotos y aprobadas por la Iglesia.

Piadoso lector, si como lo espero, es de tu agrado esta mi obrita, te ruego me encomiendes a la Virgen santa para que me dé una gran confianza en su protección. Pide para mí esta gracia, que yo pediré para ti también, quien quiera que seas que me hagas esta caridad, las mismas gracias.

Dichoso el que se aferra con amor y confianza a estas dos áncoras de salvación, quiero decir a Jesús y a María; ciertamente que no se perderá.

Digamos, pues, de corazón juntos, lector mío, con el devoto Alonso Rodríguez: "Jesús y María, mis dulcísimos amores, por vosotros padezca, por vosotros muera; que sea todo vuestro y nada mío". Amemos a Jesús y a María y hagámonos santos, que no hay mayor dicha que podamos esperar y obtener de Dios. Adiós, hasta que nos veamos en el paraíso a los pies de nuestra Madre y de su Hijo, alabándolos, agradeciéndoles y amándoles juntos, cara a cara, por toda la eternidad. Amén.