VIDA, DULZURA Párrafo 1 María es nuestra vida porque ella nos obtiene el perdón de los pecados Para comprender mejor por qué la santa Iglesia llama a María nuestra vida, basta saber que, como el alma da la vida al cuerpo, así también la divina gracia da la vida al alma; porque un alma sin la gracia tiene nombre de viva, pero en verdad está muerta, como se dice en el Apocalipsis: "Tienes nombre vivo, pero en realidad estás muerto" (Ap 3,1). Por tanto, la Virgen nuestra Señora, obteniendo por su mediación a los pecadores la gracia perdida, los devuelve a la vida. La santa Iglesia, aplicándole las palabras de la Escritura: "Me hallarán los que madrugaren para buscarme" (Pr 8,17), hace decir a la Virgen que la hallarán los que sean diligentes en acudir a ella de madrugada, es decir, lo antes posible. Dice la versión de los Setenta en vez de "me encontrarán", "hallarán la gracia". Así que es lo mismo recurrir a María que encontrar la gracia de Dios. Y poco más adelante dice: "El que me encuentre, encontrará la vida y alcanzará del Señor la salvación" (Pr 8,35). "Oíd -exclama san Buenaventura comentando esto-, oíd los que deseáis el reino de Dios: honrad a la Virgen María y encontraréis la vida y la eterna salvación". Dice san Bernardino de Siena que Dios no destruyó al hombre después del pecado por el amor especialísimo que tenía a esta su hija que había de nacer. Y añade el santo que no tiene la menor duda en creer que todas las misericordias y perdones recibidos por los pecadores en la antigua ley, Dios se las concedió en vistas a esta bendita doncella. Por lo cual, con razón nos exhorta san Bernardo con estas palabras: "Busquemos la gracia, pero busquémosla por medio de María". Si hemos tenido la desgracia de perder la amistad de Dios, esforcémonos por recobrarla, pero por medio de María, porque si la hemos perdido ella la ha encontrado; que por ello la llama el santo "la que halló la gracia". Esto vino a decir el ángel, para nuestro consuelo, cuando dijo a la Virgen: "No temas, María, porque has hallado la gracia" (Lc 1,30). Pero si María nunca estuvo privada de la gracia, ¿cómo dice el ángel que la encontró? Se dice de una cosa que se ha encontrado cuando antes no se tenía. La Virgen estuvo siempre con Dios y llena de gracia, como el mismo ángel se lo manifestó al saludarla: "Alégrate, María, llena de gracia; el Señor está contigo". Si, pues, María no encontró la gracia para ella porque siempre la tuvo completa, ¿para quién la encontró? Y responde el cardenal Hugo: "La encontró para los pecadores que la habían perdido. Corran por tanto -dice el devoto escritor-, corran los pecadores que habían perdido la gracia, a la Virgen y encontrarán la gracia junto a ella. Digan sin miedo: devuélvenos la gracia que has encontrado". Corran los pecadores que han perdido la gracia a María, que en ella la encontrarán; y díganle: Señora, la cosa ha de restituirse a quien la ha perdido; la gracia que has encontrado no es tuya porque tú nunca la has perdido; es nuestra porque nosotros la habíamos perdido; por eso nos la debes devolver. Sobre este pensamiento se expresa así Ricardo de San Lorenzo: "Si queremos encontrar la gracia, busquemos a la que encontró la gracia, que la que siempre la encontró, siempre la tiene". Si deseamos la gracia del Senor, vayamos a María, que la encontró y siempre la encuentra. Y porque ella ha sido y será siempre lo más querido de Dios, si acudimos a ella, ciertamente, la encontraremos. Ella dice en el Cantar de los cantares que Dios la ha colocado en el mundo para ser nuestra defensa: "Yo soy muro y mis pechos como una torre. Así he sido a sus ojos como quien halla paz" (Ct 8,10). Y por eso ha sido constituida mediadora de paz entre Dios y los hombres: De aquí que san Bernardo anima al pecador, diciéndole: "Vete a la madre de la misericordia y muéstrale las llagas de tus pecados y ella mostrará a Jesús en favor tuyo sus pechos. Y el Hijo de seguro escuchará a la Madre". Vete a esta madre de misericordia y manifiéstale las llagas que tiene tu alma por tus culpas; y al punto ella rogará al Hijo que te perdone por la leche que le dio; y el Hijo, que la ama intensamente, ciertamente la escuchará. Así, en efecto, la santa Iglesia nos manda rezar al Señor que nos conceda la poderosa ayuda de la intercesión de María para levantarnos de nuestros pecados con la conocida oración: "Concédenos, Dios de misericordia, el auxilio a nuestra fragilidad para que quienes honramos la memoria de la Madre de Dios, con el auxilio de su intercesión, nos levantemos de nuestros pecados". Con razón san Lorenzo Justiniano la llama la esperanza de los que delinquen, porque ella sola es la que les obtiene el perdon de Dios. Acertadamente la llama san Bernardo escala de los pecadores, porque a los pobres caídos, ella, piadosa reina, les extiende su mano, los saca del precipicio del pecado y los lleva a Dios. Muy bien san Agustín la llama única esperanza de nosotros pecadores, ya que por su medio esperamos la remisión de todos nuestros pecados. Lo mismo dice san Juan Crisóstomo: que por la intercesión de María los pecadores recibimos el perdón. Por lo que el santo, en nombre de todos los pecadores, la saluda así: "Dios te salve, Madre de Dios y nuestra, cielo en que Dios reside, trono en el que dispensa el Señor todas las gracias; ruega al Señor por nosotros para que por tus plegarias podamos obtener el perdon en el día de las cuentas y la gloria bienaventurada en la eternidad". Con toda propiedad, en fin, María es llamada aurora: "¿Quién es ésta que va subiendo como aurora naciente?" (Ct 6,10). Sí, porque observa el papa Inocencio: "Así como la aurora da fin a la noche y comienzo al día, así, en verdad, la aurora es figura de María que marcó el fin de los vicios y el comienzo de todas las virtudes". Y el mismo efecto que tuvo para el mundo el nacimiento de María, se produce en el alma que se entrega a su devoción. Ella clausura la noche de los pecados y hace caminar por la senda de la virtud. Por eso le dice san Germán: "Oh Madre de Dios, tu defensa es inmortal, tu intercesión es la vida". Y en el sermón del santo sobre su virginidad, dice que el nombre de María para quien lo pronuncia con afecto es señal de vida o de que pronto la tendrá. Cantó María: "Desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones" (Lc 1,48). "Sí, Señora mía -le dice san Bernardo-; por eso te llamarán bienaventurada todos los hombres, porque todos tus siervos, por tu medio, han conseguido la vida de la gracia y la gloria eterna. En ti encontramos los pecadores el perdón, los justos la perseverancia y, después, la vida eterna". "No desconfíes, pecador -habla san Bernardino de Bustos-, aunque hayas cometido toda clase de pecados; recurre con absoluta confianza a esta Señora, porque la encontrarás con las manos rebosantes de misericordia, que más desea María otorgarte las gracias de lo que tú deseas recibirlas". San Andrés Cretense llama a María seguridad del divino perdón. Se entiende que cuando los pecadores recurren a María para ser reconciliados con Dios, El les asegura su perdón y les da la prenda de esta seguridad. Esta prenda es precisamente María, que él nos la ha dado por abogada, por cuya intercesión, por los méritos de Jesucristo, Dios perdona a todos los pecadores que a ella se encomiendan. Dijo un ángel a santa Brígida que los santos profetas se regocijaban al saber que Dios, por la humildad y pureza de María, había de aplacarse con los pecadores y recibir en su gracia a los que habían provocado su indignación. Jamás debe un pecador temer ser rechazado por María si recurre a su piedad; no, porque ella es la madre de la misericordia y, como tal madre, desea salvar a todos, hasta los más miserables. "María es aquella arca dichosa donde el que se refugia -dice san Bernardo- no sufrirá el naufragio de la eterna condenación. Arca en que nos libramos del naufragio". En el arca de Noé, cuando el diluvio, se salvaron hasta los animales. Bajo el manto de la protección de María se salvan también los pecadores. Vio santa Gertrudis a María con el manto extendido, bajo el que se refugiaban muchas fieras: leones, osos, tigres..., y vio que María no sólo no las ahuyentaba, sino que con gran piedad las acogía y acariciaba. Con esto entendió la santa que los pecadores más perdidos, cuando recurren a María, no sólo no son desechados, sino que los acoge y los salva de la muerte eterna. Entremos, pues, en este arca; vayamos a refugiarnos bajo el manto de María, que ella, ciertamente, no nos despachará, sino que, con toda seguridad, nos salvará. Párrafo 2 María es nuestra vida porque nos consigue la perseverancia La perseverancia final es una gracia tan grande de Dios que, como declara el Concilio de Trento, es un don del todo gratuito que no se puede merecer. Pero como enseña san Agustín, ciertamente obtienen de Dios la perseverancia los que se la piden. Y según el P. Suárez, la obtienen infaliblemente siempre que sean diligentes en pedirla a Dios hasta el fin de la vida. Escribe Belarmino que esta perseverancia hay que pedirla a diario para conseguirla todos los días. Pues si es verdad -como lo tengo por cierto según la sentencia hoy común, como lo demostraré en el capítulo 5-, si es verdad, digo, que todas las gracias que nos vienen de Dios pasan por las manos de María, sólo por medio de María podremos nosotros esperar y obtener esta gracia suprema de la perseverancia. Y ciertamente que la obtendremos si con confianza la pedimos siempre a María. Ella misma promete esta gracia a todos los que la sirven fielmente en esta vida: "Los que se guían por mí, no pecarán; los que me esclarecen, tendrán la vida eterna" (Ecclo 24,30-31). Son palabras que la Iglesia pone en sus labios. Para conservarnos en la vida de la gracia es necesaria la fortaleza espiritual para resistir a todos los enemigos de nuestra salvación. Ahora bien, esta fortaleza sólo se obtiene por María: "Mía es la fortaleza, por mí reinan los reyes" (Pr 8,14-15). Mía es esta fortaleza, nos dice María; Dios ha puesto en mis manos esta gracia para que la distribuya a mis devotos. "Por mí reinan los reyes". Por mi medio mis siervos reinan e imperan sobre sus sentidos y pasiones y se hacen dignos de reinar eternamente en el cielo. ¡Qué gran fortaleza tienen los devotos de esta excelsa Señora para vencer todas las tentaciones del infierno! María es aquella torre de la que se dice en los Sagrados cantares: "Tu cuello es como la torre de David, ceñida de baluartes; miles de escudos penden de ella, armas de valientes" (Ct 4,4). Ella es como una torre ceñida de fuertes defensas en favor de los que la aman y a ella acuden en las batallas; en ella encuentran todos sus devotos todos los escudos y armas que necesitan para defenderse del infierno. Por eso es también llamada la santísima Virgen plátano: "Crecí como el plátano" (Ecclo 24,14). Dice el cardenal Hugo glosando este texto, que el plátano tiene las hojas anchas semejantes a los escudos, con lo que se da a entender cómo defiende María a los que en ella se refugian. El beato Amadeo da otra explicación, y dice que ella se llama plátano porque así como el plátano con la sombra de sus hojas protege a los caminantes del calor del sol y de la lluvia, así, bajo el manto de María, los hombres encuentran refugio contra el ardor de las pasiones y la furia de las tentaciones. ¡Pobres las almas que se alejan de esta defensa y dejan de ser devotas de María y de encomendarse a ella en las tentaciones! Si en el mundo no hubiera sol, dice san Bernardo, ¿qué sería el mundo sino un caos horrible de tinieblas? Pierda un alma la devoción a María y pronto se verá inundada de tinieblas, de aquellas tinieblas de las que dijo el Espíritu Santo: "Ordenaste las tinieblas y se hizo la noche; en ella transitan todas las fieras de la selva" (Sal 103,20). Desde que en un alma no brilla la luz divina y se hace la oscuridad, se hará madriguera de todos los pecados y de los demonios. Dice san Anselmo: "¡Ay de los que aborrecen este sol!" Infelices los que desprecian la luz de este sol que es la devoción a María. San Francisco de Borja, con razón desconfiaba de la perseverancia de aquellos en los que no encontraba especial devoción a la santísima Virgen. Preguntando a unos novicios a qué santo tenían más devoción, se dio cuenta de que algunos no tenían especial devoción a María. Se lo advirtió al maestro de novicios para que tuviera especial vigilancia sobre aquellos infortunados, y sucedió que todos ellos perdieron la vocación. Razón tenía san Germán de llamar a la santísima Virgen la respiración de los cristianos, porque así como el cuerpo no puede vivir sin respirar, así el alma no puede vivir sin recurrir a María y encomendarse a ella, por quien conseguimos y conservamos la vida de la divina gracia. "Como la respiración no sólo es señal de vida sino causa de ella, así el nombre de María en labios de los siervos de Dios es la razón de su vida sobrenatural, lo que la causa y la conserva". El beato Alano, asaltado por una fuerte tentación, estuvo a punto de perderse por no haberse encomendado a María; pero se le apareció la santísima Virgen y, para que estuviera más prevenido para otra ocasión, le dio con la mano en la cara y le dijo: "Si te hubieras encomendado a mí, no te habrías encontrado en este peligro". Por el contrario, dice María: "Bienaventurado el que me oye y vigila constantemente a las puertas de mi casa y observa los umbrales de ella" (Pr 8,34). Bienaventurado el que oye mi voz y por eso está atento a venir de continuo a las puertas de mi misericordia en busca de luz y socorro. María está muy atenta para obtener luces y fuerzas a éste su devoto para salir de los vicios y caminar por la senda de la virtud. Por lo mismo es llamada por Inocencio III, con bella expresión, "luna en la noche, aurora al amanecer y sol en pleno día". Luna para iluminar a los que andan a oscuras en la noche del pecado, para ilustrarlos y para que conozcan el miserable estado de condenación en que se encuentran; aurora precursora del sol para el que ya está iluminado, para hacerlo salir del pecado y tornar a la gracia de Dios; sol, en fin, para el que ya está en gracia para que no vuelva a caer en ningún precipicio. Aplican a María los doctores aquellas palabras: "Sus ataduras son lazos saludables" (Ecclo 6,31). "¿Qué ataduras?", pregunta san Lorenzo Justiniano, responde: "Las que atan a sus devotos para que no corran por los campos del desenfreno". San Buenaventura, explicando las palabras que se rezan en el Oficio de la Virgen: "Mi morada fue en la plena reunión de los santos" (Ecclo 24,16), dice que María no sólo está en la plenitud de los santos, sino que también los conserva para que no vuelvan atrás; conserva su virtud para que no la manchen y refrena a los demonios para que no los dañen. Se dice que los devotos de María están con vestidos dobles: "Todos sus domésticos traen doble vestido" (Pr 31,21). Cornelio a Lápide explica cuál sea este doble vestido: Doble vestido porque ella adorna a sus fieles siervos tanto con las virtudes de su Hijo como con las suyas, y así revestidos consiguen la santa perseverancia. Por eso san Felipe Neri exhortaba siempre a sus penitentes y les decía: "Hijos, si deseáis perseverar, sed devotos de la Señora". Decía igualmente san Juan Berchmans: "El que ama a María obtendrá la perseverancia". Comentando la parábola del hijo pródigo, hace el abad Ruperto una hermosa reflexión. Dice que si el hijo díscolo hubiese tenido viva la madre, jamás se hubiera ido de la casa del padre o se hubiera vuelto antes de lo que lo hizo. Con esto quiere decir que quien se siente hijo de María jamás se aparta de Dios, o si por desgracia se aparta, por medio de María pronto vuelve. Si todos los hombres amasen a esta Señora tan benigna y amable y en las tentaciones acudiesen siempre y pronto a su socorro, ¿quién jamás se perdería? Cae y se pierde el que no acude a María. Aplicando san Lorenzo Justiniano a María aquellas palabras: "Me paseé sobre las olas del mar" (Ecclo 24,5), le hace decir: Yo camino siempre con mis siervos en medio de las tempestades en que se encuentran para asistirlos y librarlos de hundirse en el pecado. Narra san Bernardino de Bustos que habiendo sido amaestrado un pajarillo para decir "Ave María", un día se le abalanzó un milano para devorarlo, y al decir el pajarillo "Ave María", cayó el milano fulminado. Esto nos viene a mostrar que si un pajarillo, ser irracional, se libró por invocar a María, cuánto más se verá libre de caer en las garras de los demonios el que esté pronto a invocar a María cuando él le asalte. Cuando nos tienten los demonios, dice santo Tomás de Villanueva, debemos comportarnos como los polluelos cuando sienten cerca el ave de rapiña, que corren a toda prisa a cobijarse bajo las alas de la gallina. Así, al darnos cuenta que viene el asalto de la tentación, en seguida, sin dialogar con la tentación, corramos a refugiarnos bajo el manto de María. Y tú, Señora y Madre nuestra, prosigue diciendo el santo, nos tienes que defender, porque después de Dios no tenemos otro refugio sino tú, que eres nuestra única esperanza y la sola protectora en que confiamos. Concluyamos con lo que dice san Bernardo: "Hombre, quien quiera que seas, ya ves que en esta vida más que sobre la tierra vas navegando entre peligros y tempestades. Si no quieres naufragar vuelve los ojos a esta estrella que es María. Mira a la estrella, llama a María. En los peligros de pecar, en las molestias de las tentaciones, en las dudas que debas resolver, piensa que María te puede ayudar; y tú llámala pronto, que ella te socorrerá. Que su poderoso nombre no se aparte jamás de tu corazón lleno de confianza y que no se aparte de tu boca al invocarla. Si sigues a María no equivocarás el camino de la salvación. Nunca desconfiarás si a ella te encomiendas. Si ella te sostiene, no caerás. Si ella te protege, no puedes temer perderte. Si ella te guía, te salvarás sin dificultad. En fin, si María toma a su cargo el defenderte, ciertamente llegarás al reino de los bienaventurados. Haz esto y vivirás". Párrafo 3 María dulcifica la muerte de sus devotos "El amigo verdadero lo es en todo momento, y el amigo se conoce en los trances apurados" (Pr 17,17). Los verdaderos amigos se conocen no tanto en la prosperidad cuanto en los tiempos de angustia y miserias. Los amigos al estilo mundano duran mientras hay prosperidad; pero si tales amigos caen en cualquier desgracia, y sobre todo si sobreviene la muerte, al instante esa clase de amigos desaparecen. No obra así María con sus devotos. En sus angustias, y sobre todo en las de la muerte, que son las mayores que puede haber en la tierra, ella, tan buena Señora y Madre, jamás abandona a sus fieles verdaderos; y como es nuestra vida durante nuestro destierro, así se convierte en nuestra dulzura en la última hora, obteniéndonos una dulce y santa muerte. Porque desde el día en que tuvo la dicha y el dolor a la vez de asistir a la muerte de su Hijo Jesús, que es la cabeza de los predestinados, adquirió la gracia de asistir a todos los predestinados en la hora de su muerte. Por eso la Iglesia ruega a la santísima Virgen que nos socorra especialmente en la hora de nuestra muerte: "Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte". Muy grandes son las angustias de los moribundos, ya por los remordimientos de los pecados cometidos, ya por el miedo al juicio de Dios que se avecina, ya por la incertidumbre sobre la salvación eterna. Entonces, más que nunca, se arma el infierno y pone todo su empeño para arrebatar aquella alma que está para pasar a la eternidad, sabiendo que le queda poco tiempo y que si ahora no la consigue se le escapa para siempre. "El demonio ha bajado hacia vosotros, lleno de furia, sabiendo que le queda poco tiempo" (Ap 12,12). Y por eso el demonio, acostumbrado a tentarla en vida, no se contenta con tentarla él solo a la hora de la muerte, sino que llama a otros como él. "Y su casa se llenará de dragones" (Is 13,21). Cuando uno se encuentra para morir, se le acercan muchedumbre de demonios que aúnan sus esfuerzos para perderlo. Se cuenta de san Andrés Avelino que en la hora de su muerte vinieron miles de demonios para tentarlo. Y se lee en su biografía que en su agonía sostuvo un combate tan fiero con el infierno, que hacía estremecer a los buenos religiosos que le acompañaban. Vieron que al santo se le hinchaba la cara y se le amorataba por el exceso de dolor; todo su cuerpo temblaba en medio de fuertes convulsiones; de los ojos brotaban abundantes lágrimas; daba golpes violentos con la cabeza, señales todas de la terrible batalla que le hacía sostener el infierno. Todos lloraban de compasión redoblando las oraciones, a la vez que temblaban de espanto viendo cómo moría un santo. Se consolaban viendo cómo el santo constantemente dirigía los ojos a una devota imagen de María, acordándose que él mismo muchas veces les había profetizado que, en la hora de la muerte, María había de ser su refugio. Quiso al fin el Señor que terminara la batalla con gloriosa victoria; cesaron las convulsiones, se le descongestionó el rostro y, tornando a su color normal, vieron que el santo, fijos los ojos en una imagen de María, le hizo una inclinación como en señal de agradecimiento -la cual se cree que entonces se le aparecería- y expiró plácidamente en los brazos de María. En el mismo instante una capuchina que estaba en trance de muerte, dijo a las religiosas que la asistían: "Rezad el Ave María porque acaba de morir un santo". Ante la presencia de nuestra Reina huyen los rebeldes. Si en la hora de nuestra muerte tenemos a María de nuestra parte, ¿qué podemos temer de todos los enemigos del infierno? David, temiendo las angustias de la muerte, se reconfortaba con la muerte del futuro Redentor y con la intercesión de la Virgen Madre: "Aunque camine por medio de las sombras de la muerte, tu vara y tu cayado me consuelan" (Sal 22,4). Explica el cardenal Hugo que por el báculo se ha de entender el madero de la cruz, y por la vara la intercesión de la Virgen, que fue la vara profetizada por Isaías: "Saldrá una vara del tronco de Jesé y de su raíz brotará una flor" (Is 11,1). Esta divina Madre es aquella poderosa vara con la que se vence la furia de los enemigos infernales. Así nos anima san Antonino, diciendo: "Si María está por nosotros, ¿quién contra nosotros?" Al P. Manuel Padial, jesuita, se le apareció la Virgen en la hora de la muerte y le dijo, animándole: "Ha llegado la hora en que los ángeles, congratulándose contigo, te dicen: ¡Felices trabajos y bien pagadas mortificaciones!" Y vio un ejército de demonios que huían desesperados, gritando: "No podemos nada contra la sin mancha que lo defiende". De modo semejante, el P. Gaspar Ayewod fue asaltado en la hora de la muerte por los demonios con una fuerte tentación contra la fe. Al punto se enconmendó a la Virgen, y se le oyó exclamar: "iGracias, María, porque has venido en mi ayuda!" María manda en auxilio de sus siervos a la hora de la muerte, dice san Buenaventura, al arcángel san Miguel, príncipe de la milicia celestial, y a legiones de ángeles para que los defiendan de las asechanzas de Satanás y reciban y lleven en triunfo al cielo las almas de quienes de continuo se han encomendado a su intercesión. Cuando un hombre sale de esta vida se agita el infierno y manda los más terribles demonios para tentar aquella alma antes de que abandone el cuerpo y acusarla cuando se presente al tribunal de Dios. "El infierno se conmovió abajo a tu llegada y a tu encuentro envió gigantes" (Is 14,9). Pero cuando los demonios ven que a aquella alma la defiende María, no se atreven de ninguna manera a acusarla, sabiendo que no será condenada por el juez el alma protegida por tal Madre. ¿Quién podrá acusar si ve que protege la Madre? Escribe san Jerónimo a Eustoquio que la Virgen no sólo socorre a sus amados devotos a la hora de la muerte, sino que al pasar de esta vida los anima y acompaña en el divino tribunal. Esto es conforme a lo que dijo la Virgen a santa Brígida hablando de sus devotos en trance de muerte: "Entonces yo, su Madre y Señora, que tanto los amo, vendré en su auxilio para darles consuelo y refrigerio". Ella recibe sus almas con amor y las presenta ante el juez, su Hijo, y así ciertamente les obtiene la salvación. Dice san Vicente Ferrer: "La Virgen bienaventurada recibe las almas de los que mueren". Así sucedió a Carlos, hijo de santa Brígida, quien habiendo muerto en el peligroso ejercicio de las armas y lejos de su madre, temía la santa por su eterna salvación. Mas la bienaventurada Virgen le reveló que Carlos se había salvado por el amor que le había tenido y ella misma le había asistido en la agonía, sugiriéndole los actos que debía hacer. Al mismo tiempo vio la santa a Jesucristo en trono de majestad y que el demonio presentaba dos quejas contra la Virgen María; la primera, que le había impedido tentar a Carlos en la hora de la muerte, y la segunda, que había presentado su alma ante el tribunal de Jesucristo y lo había salvado sin darle ocasión de exponer las razones con que pretendía hacer presa en el alma de Carlos. Vio, en fin, cómo el juez lanzaba de su presencia al demonio y abría las puertas del cielo al alma de su hijo. "Sus lazos son ataduras de salvación; en las postrimerías hallarás en ella reposo" (Ecclo 6,31.29). ¡Bienaventurado, hermano mío, si en la hora de la muerte te encuentras ligado con las dulces cadenas del amor a la Madre de Dios! Estas cadenas son de salvación que te aseguran tu salvación eterna y te harán gozar, en la hora de la muerte, de aquella dichosa paz, preludio y gusto anticipado del gozo eterno de la gloria. Refiere el P. Binetti que habiendo asistido a la muerte de un gran devoto de María, le oyó decir: "Padre mío, si supiera qué contento me siento por haber servido a la santa Madre de Dios. No sé expresar la alegría que siento". El P. Suárez, por haber sido muy devoto de María -decía que con gusto hubiera cambiado toda su ciencia por el mérito de un Ave María-, murió con tanta alegría que exclamó: "No creía que era tan dulce el morir". El mismo contento y alegría, sin duda, sentirás tu, devoto lector, si en la hora de la muerte te acuerdas de haber amado a esta buena Madre que siempre es fiel con los hijos que han sido fieles en servirla y obsequiarla con visitas, Rosarios y mortificaciones, y agradeciéndole constantemente y encomendándose a su poderosa intercesión. Y no impedirá estos consuelos el haber sido en otro tiempo pecador si de ahora en adelante te dedicas a vivir bien y a servir a esta Señora bonísima y sumamente agradecida. Ella, en tus angustias y en las tentaciones del demonio para hacerte desesperar, te ayudará y vendrá a consolarte en la hora de la muerte. Marino, hermano de san Pedro Damiano -como refiere el mismo santo-, habiendo tenido la desgracia de ofender a Dios, se postró ante un altar de María ofreciéndose por su esclavo, poniendo su ceñidor al cuello en señal de servidumbre, y le habló así: "Señora mía, espejo de pureza; yo, pobre pecador, te he ofendido y he ofendido a Dios quebrantando la castidad; no tengo más remedio que ofrecerme a ti por esclavo; aquí me tienes, me consagro por siervo tuyo. Recibe a este rebelde y no lo desprecies". Dejó una ofrenda para la Virgen ofreciendo pagar una suma todos los años en señal de tributo por su esclavitud mariana. Algunos años después, Marino enfermó de muerte, y en esa hora se le oyó decir: "Levantaos, levantaos; saludad a mi Señora". Y después: "¿Qué gracia es ésta, Reina del cielo, que te dignes visitar a este pobre siervo? Bendíceme, Señora, y no permitas que me pierda después de que me has honrado con tu presencia". En esto llegó su hermano Pedro y le contó la aparición de la Virgen María y que le había bendecido, lamentándose de que los asistentes no se hubieran levantado ante la presencia de María; y poco después, plácidamente, entregó su alma al Señor. Así será tu muerte, querido lector, si eres fiel a María, aunque en lo pasado hubieras ofendido a Dios. Ella te obtendrá una muerte llena de consuelos. Y aun cuando trataran de atemorizarte y quitar la confianza el recuerdo de los pecados cometidos, ella te animará, como aconteció con Adolfo, conde de Alsacia, quien habiendo dejado el mundo y habiéndose hecho franciscano, como se narra en las Crónicas de la Orden, fue sumamente devoto de la Madre de Dios. Al final de sus días, al ver la vida pasada en el mundo y en el gobierno de sus vasallos, el rigor del juicio de Dios, comenzó a temer la muerte, con dudas sobre su eterna salvación. Pero María, que no descuida ante las angustias de sus devotos, acompañada de muchos santos, se le apareció y lo animó con estas tiernas palabras: "Adolfo mío carísimo, ¿por qué temes a la muerte si eres mío?" Como si le dijera: Adolfo mio queridísimo, te has consagrado a mí; ¿por qué vas a temer ahora la muerte? Con tan regaladas expresiones se serenó del todo el siervo de María, desaparecieron los temores y con gran paz y contento entregó su alma. Animémonos también nosotros, aunque pecadores, y tengamos confianza en que ella vendrá a asistirnos en la muerte y a consolarnos con su presencia si le servimos con todo amor en lo que nos queda de vida. Hablando nuestra Reina a santa Matilde, le prometió que vendría a asistir en la hora de la muerte a todos sus devotos que fielmente le hubieran servido en vida. "A todos los que me han servido piadosamente les quiero asistir en su muerte con toda fidelidad y como madre piadosísima, y consolarlos y protegerlos". ¡Oh Dios mío! ¡Qué sublime consuelo al terminar la vida, cuando en breve se va a decidir la causa de nuestra eterna salvación, ver a la Reina del cielo que nos asiste y nos consuela y nos ofrece su protección! Hay innumerables ejemplos de la asistencia de María a sus devotos. Este favor lo recibieron santa Clara de Montefalco, san Félix, capuchino; santa Teresa y san Pedro de Alcántara. Y para más consuelo, citaré algun otro ejemplo. Refiere el P. Crasset que santa María Oiginies vio a la santísima Virgen a la cabecera de una devota viuda de Willembrock que sufría alta fiebre. La santísima Virgen la consolaba y le mitigaba los ardores de la fiebre. Estando para morir san Juan de Dios, esperaba la visita de María, de la que era tan gran devoto; pero no viéndola aún, se sentía afligido y se le quejaba. Mas en el momento oportuno se la apareció la Madre de Dios, y casi reprendiéndole de su poca confianza le dijo estas tiernas palabras que deben animar a todos los devotos de María: "Juan, no es mi manera de proceder abandonar a mis devotos en este trance". Como si dijese: "Juan, hijo mío, ¿qué pensabas? ¿Que yo te había abandonado? ¿No sabes que yo no puedo abandonar a mis devotos en la hora de la muerte? No vine antes porque no era el tiempo oportuno; ahora que lo es, aquí me tienes para llevarte. ¡Ven conmigo al paraíso!" Poco después expiró el santo, entrando en el cielo para agradecer eternamente a su amantísima Reina. |