Las
diez Ave Maria
33. Este es el elemento
más extenso del Rosario y que a la vez lo convierte en una
oración mariana por excelencia. Pero precisamente a la luz del Ave Maria,
bien entendida, es donde se nota con claridad que el carácter mariano
no se opone al cristológico, sino que más bien lo subraya y lo exalta.
En efecto, la primera parte del Ave Maria, tomada de
las palabras dirigidas a María por el ángel Gabriel y por santa Isabel,
es contemplación adorante del misterio que se realiza en la Virgen de Nazaret.
Expresan, por así decir, la admiración del cielo y de la tierra y,
en cierto sentido, dejan entrever la complacencia de Dios mismo al ver su obra maestra –
la encarnación del Hijo en el seno virginal de María –,
análogamente a la mirada de aprobación del Génesis (cf. Gn 1, 31),
aquel "pathos con el que Dios, en el alba de la creación,
contempló la obra de sus manos".36 Repetir
en el Rosario el Ave Maria nos acerca a la complacencia de Dios:
es júbilo, asombro, reconocimiento del milagro más grande de la historia.
Es el cumplimiento de la profecía de María: "Desde ahora todas
las generaciones me llamarán bienaventurada" (Lc 1,
48).
El centro
del Ave Maria, casi como engarce entre la primera y la segunda parte,
es el nombre de Jesús. A veces, en el rezo apresurado,
no se percibe este aspecto central y tampoco la relación con el misterio de Cristo
que se está contemplando. Pero es precisamente el relieve que se da al nombre
de Jesús y a su misterio lo que caracteriza una recitación consciente y
fructuosa del Rosario. Ya Pablo VI recordó
en la Exhortación apostólica Marialis Cultus
la costumbre, practicada en algunas regiones, de realzar el nombre de
Cristo añadiéndole una cláusula evocadora del misterio que se está
meditando.37 Es una costumbre loable, especialmente en la plegaria pública.
Expresa con intensidad la fe cristológica, aplicada a los diversos momentos de
la vida del Redentor. Es profesión de fe y, al mismo tiempo, ayuda a
mantener atenta la meditación, permitiendo vivir la función asimiladora,
innata en la repetición del Ave Maria, respecto al misterio de Cristo.
Repetir el nombre de Jesús – el único nombre del cual podemos
esperar la salvación (cf. Hch 4, 12) – junto con el de su Madre Santísima,
y como dejando que Ella misma nos lo sugiera, es un modo de asimilación,
que aspira a hacernos entrar cada vez más profundamente en la vida de Cristo.
De
la especial relación con Cristo, que hace de María la Madre de Dios,
la Theotòkos, deriva, además, la fuerza de la súplica
con la que nos dirigimos a Ella en la segunda parte de la oración,
confiando a su materna intercesión nuestra vida y la hora de nuestra muerte.
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