Inicio
y conclusión
37. En la
práctica corriente, hay varios modos de comenzar el Rosario, según
los diversos contextos eclesiales. En algunas regiones se suele iniciar con la
invocación del Salmo 69: "Dios mío ven en mi auxilio, Señor
date prisa en socorrerme", como para alimentar en el orante la humilde
conciencia de su propia indigencia; en otras, se comienza recitando el Credo,
como haciendo de la profesión de fe el fundamento del camino contemplativo
que se emprende. Éstos y otros modos similares, en la medida que disponen
el ánimo para la contemplación, son usos igualmente legítimos.
La plegaria se concluye rezando por las intenciones del Papa, para elevar la mirada
de quien reza hacia el vasto horizonte de las necesidades eclesiales. Precisamente
para fomentar esta proyección eclesial del Rosario, la Iglesia ha querido
enriquecerlo con santas indulgencias para quien lo recita con las debidas disposiciones.
En efecto,
si se hace así, el Rosario es realmente un itinerario espiritual
en el que María se hace madre, maestra, guía, y sostiene al fiel con su
poderosa intercesión. ¿Cómo asombrarse, pues, si al final
de esta oración en la cual se ha experimentado íntimamente
la maternidad de María, el espíritu siente necesidad de dedicar una alabanza
a la Santísima Virgen, bien con la espléndida oración de
la Salve Regina, bien con las Letanías lauretanas?
Es como coronar un camino interior, que ha llevado al fiel al contacto vivo con
el misterio de Cristo y de su Madre Santísima.
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