Humildad
de María
La
humildad, dice san Bernardo, es el fundamento y guardián de todas las virtudes. Y con
razón, porque sin humildad no es posible ninguna virtud en el
alma. Todas
las virtudes se esfuman si desaparece la humildad. Por el
contrario, decía san Francisco de Sales, como refiere santa
Juana de Chantal, Dios es tan amigo de la humildad que
acude enseguida allí donde la ve. En el mundo era desconocida tan hermosa y necesaria virtud, pero vino el
mismo
Hijo de Dios a la tierra para enseñarla con su ejemplo y
quiso que especialmente le imitáramos en esa virtud: "Aprended de mí que soy
manso y humilde de corazón"
(Mt 11,29). María, siendo la primera y más perfecta discípula
de Jesucristo en todas las virtudes, también lo fue en
esta virtud de la humildad, gracias a la cual mereció ser
exaltada sobre todas las criaturas. Se le reveló a santa
Matilde que la primera virtud en que se ejercitó de modo
particular la bienaventurada Madre de Dios, desde el principio, fue la humildad.
El primer acto de humildad de un
corazón es tener bajo concepto de sí. María se veía tan pequeña, como se lo manifestó a la misma santa Matilde, que si bien
conocía
que estaba enriquecida de gracias más que los demás, no se
ensalzaba sobre ninguno. No es que la Virgen se considerase pecadora, porque la humildad es andar con verdad,
como dice santa Teresa, y María sabía que jamás había
ofendido a Dios. Tampoco dejaba de reconocer que había
recibido de Dios mayores gracias que todas las demás criaturas porque un corazón humilde reconoce, agradecido, los
favores especiales del Señor para humillarse más; pero la
Madre de Dios, con la infinita grandeza y bondad de su
Dios, percibía mejor su pequeñez. Por eso se humillaba más que todos y podía decir con la sagrada Esposa:
"No os fijéis en que estoy morena, es que el sol me ha
quemado"
(Ct 1,6). Comenta san Bernardo: Al acercarme a él, me
encuentro morena. Sí, porque comenta san Bernardino: La
Virgen tenía siempre ante sus ojos la divina majestad y su
nada. Como la mendiga que al encontrarse vestida lujosamente con el vestido que le dio la
señora no se ensoberbece,
sino que más se humilla ante su bienhechora al recordar más aún su pobreza,
así María, cuanto más se veía enriquecida más se humillaba recordando que todo era don de
Dios. Dice san Bernardino que no hubo criatura en el mundo más exaltada que María porque no hubo criatura que
más se humillase que María. Como ninguna cristiana,
después del Hijo de Dios, fue elevada tanto en gracias y
santidad, así ninguna descendió tanto al abismo de su
humildad.
El humilde desvía las alabanzas que se le hacen y las
refiere todas a Dios. María se turba al oír las alabanzas de
san Gabriel. Y cuando Isabel le dice: "Bendita tú entre las
mujeres... ¿Y de dónde a mí que la Madre de mi Señor
venga a visitarme? Feliz la que ha creído que se cumplirían
todas las cosas que le fueron dichas de parte de Dios" (Lc
1,42-45). María, atribuyéndolo todo a Dios, le responde
con el humilde cántico: "Mi alma engrandece al Señor". Como si dijera: Isabel,
tú me alabas porque he creído, y yo
alabo a mi Dios porque ha querido exaltarme del fondo de
mi nada, "porque miró la humildad de su esclava". Dijo María a santa
Brígida:
¿Por qué me humillé tanto y merecí
tanta gracia sino porque supe que no era nada y nada tenía como propio? Por eso no quise mi alabanza sino la de mi
bienhechor y mi creador. Hablando de la humildad de María dice san Agustín: De veras bienaventurada humildad
que dio a luz a Dios hecho hombre, nos abrió el paraíso y libró a las almas de los infiernos.
Es propio de los humildes el servicio.
María se fue a
servir a Isabel durante tres meses; a lo que comenta san
Bernardo: Se admiró Isabel de que llegara María a visitarla,
pero mucho más se admiraría al ver que no llegó para ser
servida, sino para servirla.
Los humildes viven retirados y se esconden en el sitio
peor; por eso María, reflexiona san Bernardo, cuando el
Hijo estaba predicando en aquella casa, como refiere san
Mateo en el capítulo 12, y ella quería hablarle, no quiso
entrar sin más. Se quedó fuera, comenta san Bernardo, y
no interrumpió el sermón con su autoridad de madre ni entró en la casa donde hablaba el Hijo. Por eso
también,
estando ella con los discípulos en el Cenáculo se puso en el último lugar, que
después de los demás la nombra san Lucas
cuando escribe: "Perseveraban todos unánimes en la oración, con las mujeres y la Madre de
Jesús" (Hch 1,14).
No es que san Lucas desconociera los méritos de la Madre
de Dios conforme a los cuales debiera haberla nombrado
en primer lugar, sino porque ella se había puesto después
de los apóstoles y las demás mujeres, y así los nombra san
Lucas conforme estaban colocados en aquel lugar. Por lo
que escribe san Bernardo: Con razón la última llega a ocupar el primer lugar, porque siendo
María la primera de
todas, se había colocado la última.
Los humildes, en fin, no se ofenden al ser
menospreciados. Por eso no se lee que María estuviera al lado de su
Hijo en Jerusalén cuando entró con tantos honores y entre
palmas y vítores; pero, por el contrario, cuando su Hijo moría, estuvo presente en el Calvario a la vista de todos,
sin importarle la deshonra, ante la plebe, de darse a conocer como la madre del condenado que
moría como criminal
con muerte infamante. Le dijo a santa Brígida: ¿Qué cosa más humillante que ser llamada loca, hallarse falta de todo
y verse tratada como lo más despreciable? Esta fue mi
humildad, éste mi gozo, éste todo mi deseo, porque no
pensaba más que en agradar al Hijo mío.
Le fue dado a entender a sor Paula de Foligno lo grande
que fue la humildad de la santísima Virgen; y queriendo
explicarlo al confesor, no sabía decir más que esto, llena de
estupor: ¡La humildad de nuestra Señora! Oh Padre, ¡la
humildad de nuestra Señora! No hay en el mundo ni un
grado de humildad si se compara con la humildad de María. El Señor hizo ver a santa
Brígida dos
señoras. La una
era todo fausto y vanidad: Esta, le dijo, es la soberbia; y ésta otra que ves con la cabeza inclinada, obsequiosa con
todos y sólo pensando en Dios y estimándose en nada, ésta
es la humildad, y se llama María. Con esto quiso Dios
manifestar que su santa Madre es tan humilde que es la
misma humildad.
No hay duda,
como dice san Gregorio Niseno, de que
para nuestra naturaleza caída no hay virtud que tal vez le
resulte más difícil de practicar que la de la humildad. Pero
la única manera de ser verdaderos hijos de María es siendo
humildes. Dice san Bernardo: Si no puedes imitar la virginidad de la humilde, imita la humildad de la virgen. Ella
siente aversión a los soberbios y llama hacia sí a los humildes. "El que sea
pequeño que venga a mí" (Pr 9,4). Dice
Ricardo de San Lorenzo: María nos protege bajo el manto
de su humildad. La Virgen le dijo a santa Brígida: Hija mía, ven y escóndete
bajo mi manto; este manto es mi humildad. Y le explicó que la consideración de su
humildad es como un manto que da calor; y como el manto
no da calor si no se lleva puesto, así se ha de llevar este
manto, no sólo con el pensamiento, sino con las obras. De
manera que mi humildad no aprovecha sino al que trata de
imitarla. Por eso, hija mía, vístete con esta humildad. Cuán queridas son para María las almas humildes. Escribe san Bernardo: La Virgen conoce y ama a los que la
aman, y está cerca de los que la invocan; sobre todo a los
que ve semejantes a ella en la castidad y en la humildad.
Por lo cual el santo exhorta a los que aman a María a que
sean humildes: Esforzaos por practicar esta virtud si amáis
a María. El P. Martín Alberto, jesuita, por amor a la Virgen solía barrer la casa y recoger la basura. Y
como refiere
el P. Nieremberg, se le apareció la Virgen y, agradeciéndole,
le dijo: Cómo me agrada esta obra realizada por amor mío.
Reina
mía, no podré ser tu verdadero hijo si no soy humilde.
¿No ves que mis pecados, al hacerme ingrato a mi
Señor me han hecho a la vez soberbio? Remédialo tú, Madre
mía. Por los méritos de tu humildad alcánzame la gracia
de ser humilde para que así pueda ser hijo tuyo verdadero.
|