Fe
de María
Así como la
santísima Virgen es madre del amor y de la
esperanza, así también es madre de la fe. "Yo soy la madre
del amor hermoso y del temor, del conocimiento y de la
santa esperanza" (Ecclo 24,17). Y con razón, dice san Ireneo, porque el daño que hizo Eva con su incredulidad,
María lo reparó con su fe. Eva, afirma Tertuliano, por
creer a la serpiente contra lo que Dios le había dicho, trajo
la muerte; pero nuestra reina, creyendo a la palabra del ángel al anunciarle que ella, permaneciendo virgen, se
convertiría en madre del Señor, trajo al mundo la
salvación.
Mientras que María, dice san Agustín, dando su consentimiento a la encarnación del Verbo, por medio de su fe
abrió a los hombres el paraíso. Ricardo, acerca de las
palabras de san Pablo: "El varón infiel es santificado por la
mujer fiel" (1Co 7,14), escribe: Esta es la mujer fiel por
cuya fe se ha salvado Adán, el varón infiel, y toda su posteridad. Por esta fe, dijo Isabel a la Virgen:
"Bienaventurada tú porque has creído, pues se
cumplirán todas las cosas
que te ha dicho el Señor" (Lc 1,45). Y añade san Agustín: Más bienaventurada es
María recibiendo por la fe a Cristo,
que concibiendo la carne de Cristo.
Dice el P.
Suárez que la Virgen tuvo más fe que todos
los hombres y todos los ángeles juntos. Veía a su hijo en el
establo de Belén y lo creía creador del mundo. Lo veía
huyendo de Herodes y no dejaba de creer que era el rey de
reyes; lo vio nacer y lo creyó eterno; lo vio pobre, necesitado de alimentos, y lo
creyó señor del universo. Puesto
sobre el heno, lo creyó omnipotente. Observó que no hablaba y creyó que era la
sabiduría infinita; lo sentía llorar
y creía que era el gozo del paraíso. Lo vio finalmente morir
en la cruz, vilipendiado, y aunque vacilara la fe de los demás, María estuvo siempre firme en creer que era Dios.
"Estaba junto a la cruz de Jesús su madre"
(Jn 19,25). San
Antonino comenta estas palabras: Estaba María sustentada
por la fe, que conservó inquebrantable sobre la divinidad
de Cristo; que por eso, dice el santo, en el oficio de las
tinieblas se deja una sola vela encendida. San León a este propósito aplica a la Virgen aquella sentencia:
"No se apaga
por la noche su lámpara" (Pr 31,18). Y acerca de las palabras de Isaías:
"Yo solo pisé el lagar. De mi pueblo ninguno hubo
conmigo" (Is 63,3), escribe santo Tomás: Dice
"ninguno" para excluir a la Virgen, en la que nunca
desfalleció
la fe. En ese trance, dice san Alberto Magno, María ejercitó una fe del todo excelente: Tuvo la fe en grado
elevadísimo, sin fisura alguna, aun cuando dudaban los
discípulos.
Por eso
María mereció por su gran fe ser hecha la
iluminadora de todos los fieles, como la llama san Metodio.
Y san Cirilo Alejandrino la aclama la reina de la verdadera fe: "Cetro de la fe
auténtica". La misma santa Iglesia, por
el mérito de su fe atribuye a la Virgen el poder ser la
destructora de todas las herejías: Alégrate, virgen María,
porque tú sola destruiste todas las herejías en el universo
mundo. Santo Tomás de Villanueva, explicando las palabras del Espíritu Santo:
"Me robaste el corazón, hermana mía, novia; me robaste el
corazón con una mirada tuya" (Ct 4,9), dice que estos ojos fueron la fe de
María por la
que ella tanto agradó a Dios.
San Ildefonso nos exhorta: lmitad la
señal de la fe de María. Pero ¿cómo hemos de imitar esta fe de
María? La fe
es a la vez don y virtud. Es don de Dios en cuanto es una
luz que Dios infunde en el alma, y es virtud en cuanto al
ejercicio que de ella hace el alma. Por lo que la fe no sólo
ha de servir como norma de lo que hay que creer, sino también como norma de lo que hay que hacer. Por eso dice
san Gregorio: Verdaderamente cree quien ejercita con las
obras lo que cree. Y san Agustín afirma: Dices creo. Haz lo
que dices, y eso es la fe. Esto es, tener una fe viva, vivir como se cree.
"Mi justo vive de la fe" (Hb 10,38). Así vivió
la santísima Virgen a diferencia de los que no viven conforme a lo que creen, cuya fe
está muerta como dice Santiago: "La fe sin obras
está muerta" (St 2,26).
Diógenes andaba buscando por la tierra un hombre.
Dios, entre tantos fieles como hay, parece como si fuera
buscando un cristiano. Son pocos los que tienen obras de
cristianos, porque muchos sólo conservan de cristianos el
nombre. A éstos debiera decirse lo que Alejandro a un
soldado cobarde que también se llamaba Alejandro: O cambias de nombre o cambias de conducta.
Más aún: a estos
infieles se les debiera encerrar como a locos en un manicomio, según dice san Juan de Avila, pues creyendo que hay
preparada una eternidad feliz para los que viven santamente y una eternidad desgraciada para los que viven mal,
viven como si nada de eso creyeran. Por eso san Agustín
nos exhorta a que lo veamos todo con ojos cristianos, es
decir, con los ojos de la fe. Tened ojos cristianos. Porque, decía santa Teresa, de la falta de fe nacen todos los pecados.
Por eso, roguemos a la santísima Virgen que por el mérito
de su fe nos otorgue una fe viva. Señora, auméntanos la fe.
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