Esperanza
de María
De la fe nace la esperanza. Para esto Dios nos ilumina
con la fe para el conocimiento de su bondad y de sus promesas, para que nos animemos por la esperanza a desear
poseerlas. Siendo así que María tuvo la virtud de la fe en
grado excelente, tuvo también la virtud de la esperanza en
grado sumo, la cual le hacía proclamar con David: "Mas para mí, mi bien es estar junto a Dios. He puesto mi cobijo
en el Señor" (Sal 72,28). María es la fiel esposa del divino Espíritu de la que se dijo:
"Quién es ésta que sube del
desierto apoyada en su amado" (Ct 8,5). Porque, comenta
Algrino, despegada siempre de las aficiones del mundo tenido por ella como un desierto, y no confiando
desordenadamente en las criaturas ni en los méritos propios, apoyada
del todo en la divina gracia en la que sólo confiaba, avanzó
siempre en el amor de su Dios.
Bien
demostró la santísima Virgen cuán grande era su
confianza en Dios cuando próxima al parto se vio despachada en Belén aun de las posadas
más pobres y reducida
a dar a luz en un establo. "Y lo reclinó en un pesebre
porque no había para ellos lugar en la posada" (Lc 2,7). María no tuvo una palabra de queja, sino que del todo
abandonada en Dios, confió en que él la asistiría en aquella
necesidad. También la Madre de Dios dejó entrever cómo
confiaba en Dios cuando avisada por san José que tenían
que huir a Egipto, aquella misma noche emprendió un
viaje tan largo y a país extranjero y desconocido, sin provisiones, sin dinero, sin otra
compañía más que la de san José y el niño. "El cual,
levantándose,
tomó al niño y a su
madre y se fue a Egipto" (Mt 2,14). Mucho después María demostró su confianza cuando
pidió al Hijo la gracia del
vino para los esposos de Caná. Después de decirle: "No
tienen vino" y oír que Jesús le decía: "Mujer, ¿qué nos va
a mí y a ti?, aún no ha llegado mi hora" (Jn 2,4), ella,
confiando en su divina bondad, dijo a los criados de la casa
que hicieran lo que les dijera su Hijo, segura de que la
gracia estaba concedida: "Haced lo que él os diga" (Jn 2,4).
Y así fue, porque Jesús hizo llenar las tinajas de agua y las convirtió en vino.
Aprendamos de
María a confiar
como es debido, sobre
todo en el gran negocio de nuestra eterna salvación, en la
que, si bien es cierto que se necesita de nuestra cooperación,
sin embargo debemos esperar sólo de Dios la gracia para
conseguirla. Desconfiemos de nuestras pobres fuerzas diciendo cada uno con el apóstol:
"Todo lo puedo en aquél
que me conforta" (Flp 4,13).
Señora
mía santísima, de ti me dice el Eclesiástico que
eres la madre de la esperanza, de ti me dice la Iglesia que
eres la misma esperanza: "Esperanza nuestra, salve". ¿Qué
otra esperanza voy a buscar? Tú, después de Jesús, eres
toda mi esperanza. Así te llamaba san Bernardo y así te
quiero llamar también yo "toda la razón de mi esperanza",
y te diré siempre con san Buenaventura: Salvación de los
que te invocan, sálvame.
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